domingo, 1 de mayo de 2016

El monje



   Yo leía sus libros con devoción, creyendo en el poder sanador de sus palabras en los tiempos en los que no me sentía sana sino en falta. Acepté el amable convite a sus charlas sin darle demasiadas vueltas al asunto, por esa reverencia con la que lo nombraba y lo citaba en ese pasado que le cedió el paso al cotidiano y pedestre transcurrir de este presente sin demasiadas preguntas ni respuestas.

El enorme salón estaba muy bien dispuesto y se había montado una cabina de interpretación simultánea. Ya a la entrada del recinto, de techos altos y detalles neoclásicos, se exhibían sobre stands de venta muchos de sus libros traducidos. No me sorprendió el estricto control que se realizaba sobre los talones de entradas pagas. Silencié mis eternas objeciones al comercio y me dispuse simplemente a escucharlo, a reparar en el color de su voz, que aún no conocía, para ver qué me decía. Sólo encontré ubicación en una fila de butacas alejada del escenario. Todos los otros sitios estaban tomados o reservados. Reverberaron los flashes de cámaras y teléfonos celulares cuando al fin hizo su entrada, anunciada por un cerrado aplauso. 

Su estampa de gurú espiritual sigue intacta a pesar de sus largos años: casi dos metros de altura, una larga melena realzada en su blancura por una tupida barba y una sonrisa luminosa que contrasta con la negrura de su túnica. En persona impactan también sus pequeños y vivaces ojos negros, de inusitada picardía en la mirada. Su mirada y su voz transmiten la alegría de quien vive en el presente. 

La primer parte de la charla, de hora y media, se basó en un repaso de los miedos y las angustias más comunes de nuestro tiempo. No volaba ni una mosca, y las cabezas iban tenísticamente de la cara del monje recién desembarcado en Buenos Aires al perfil de la intérprete, enfundada en el halo de luz que le daba el led dentro de su sombrío bunker. Se nos propuso una pausa para seguir comprando libros y se dejó abierta la posibilidad de hacerle llegar nuestras preguntas en forma escrita. Hubo un revuelo de inquietud y entusiasmo entre las mujeres que copaban las primeras filas, y mucho de los asistentes se pusieron a trabajar para lucirse. Yo elegí conscientemente irme a dar una vuelta para despejarme de tanta mojigata con fondo de pantalla místico y para pasear al cinismo con el que había venido. Es increíble lo que se puede llegar a dilucidar en tan sólo una vuelta manzana a puro silencio con uno mismo.

Regresé a los quince minutos, sin esperar mayor sorpresa en lo que quedaba de conferencia. Esta vez me había propuesto no apuntar ni una sola palabra. La primer pregunta fue grandilocuente:

- ¿Cuál es el sentido de la vida?

El monje miró hacia abajo, tomó aire y dijo:

- El sentido de la vida es vivirla. No hay demasiado misterio ni grandiosidad al respecto. 

En pocas palabras, el monje había llegado a ese lugar al que yo he llegado luego de años enteros de búsqueda frenética: a ese lugar sagrado de la vida donde habita la simpleza, donde ya no hay palabras que expliquen las certezas. Me puse de pie, junté las manos en signo de reverencia, me abrí paso entre el rebaño y me fui sin miedo por mi nuevo camino a seguir viviendo.


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