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viernes, 7 de octubre de 2011

De sabios, viejos, desierto y mar


   Este año es un año duro. Hubo despido, con el consiguiente duelo para quien lo vivencia y quienes lo rodeamos; hubo enfermedad con internaciones relativamente prolongadas de los dos abuelos, y el tema no ha terminado de resolverse aún; hay cansancio por el estrés que todas estas experiencias generan, y seguimos sin subsanar el tema de la subocupación en casa, mientras notamos con preocupación que los precios aumentan semana a semana y que al salir de compras, cien pesos se esfuman en unos pocos productos más o menos necesarios. Soy absolutamente consciente de que estas situaciones resultan cotidianas para muchísimas personas, y también sé perfectamente que lo que nos sucede no es nada comparado con la realidad de millones. Pero uno sufre sus propias experiencias: la experiencia es intransferible. De todos modos, creo que este año me sirve leer y escribir sobre personas cuyos problemas han resultado ser fuente de resiliencia, optimismo, ganas de seguir apostando por el trabajo, por el aprendizaje constante, por sus sueños, siempre confiados en el curso de la historia, tanto la personal como la del mundo, y de abordar la realidad que les toca vivir de manera creativa. Una de estas personas es Eduard Punset, un estudioso catalán que ha irrumpido en la cultura popular a través del buen uso de los medios. Ha sido galardonado con el premio Telva a las Artes y Ciencias.




En una entrevista que hace poco le han hecho, el periodista de la revista Telva abre el artículo diciendo:

"Uno conversa con Eduard Punset y tiene cierta sensación de desorientación, de que quizá no ha planteado las preguntas adecuadas. Donde uno inquiere por la economía, él habla de emociones; donde se menciona la palabra crisis, afirma que no hay razones para el pesimismo, sino todo lo contrario; donde se habla de política, él responde sobre educación. Pero, no, no está en absoluto alejado de lo cotidiano. Al contrario. De lo que está lejos es de los lugares comunes del debate público."

  Admiro y me identifico con las personas que eligen estar alejadas de los lugares comunes si sienten que ésto los empobrece. A mí también me pasa que me parecen más importantes las emociones que los números de la economía, aunque éstos pesen en mi cabeza y repercutan sobre mis emociones, ¿para qué negarlo? Y me pasa que ante la política, me disparo con la educación, porque ¿qué mejor política que la que empieza por educar al soberano? Sin embargo, debo admitir que no me resulta sencillo ser tan optimista como Punset: tal vez debería leer y aprender más, como él hace.

  Al ser interrogado acerca de qué le aconsejaría a quien queda sin trabajo, Punset responde:
—Sé lo que no se le puede decir. Para empezar, que la manada está dividida entre derechas e izquierdas y que no puede contar más que con la mitad: eso ya es una aberración. O que los fármacos son la única salida para combatir la soledad o la tristeza.

  Pautas claras, sencillas y pacíficas para encarar al mundo y la vida propia de manera exitosa, de acuerdo a lo que muchos entendemos como "éxito", que poco tiene que ver con la idea del éxito material o puramente sensual que se trata de imponernos. El "diccionario Punset" de las emociones contiene las siguientes definiciones:

La inmortalidad: “Siempre he pensado que lo que te hace vivir las cosas intensamente es su caducidad, es que se van a disgregar”.


La soledad: “No forma parte de la depresión, tiene vida propia y hay 
que gestionarla específicamente”.


La tristeza: “Estar un poco triste es bueno, porque te ayuda a estar alerta, a protegerte”.

La ansiedad: “A los niños nadie se les enseña a distinguir entre ansiedad y miedo. La ansiedad te pone en estado de alerta delante de un examen, un viaje, un entierro. El miedo paraliza”.


   Y ante la pregunta acerca de si es una persona feliz, Punset responde "a boca de jarro":

Es muy difícil que pueda serlo más. No tiene sentido que una persona esté cuarenta años jubilada y a los treinta no tenga tiempo ni para respirar.

   Cuánta verdad se nos revela ante situaciones conflictivas como un despido, una enfermedad, como la ha transitado Punset, un duelo producido por algún cambio profundo del que tal vez no haya otro camino más que re-crear la propia existencia para seguir adelante... Punset mismo confiesa que si bien su vida trascurre de libro en libro a horas sentado frente a su ordenador en un ambiente que mira el mar en la playa de Pineda, Barcelona, desde donde escribe y aprende todos los días arrancando su día a las 6 de la mañana, su mayor aprendizaje proviene de la gente:

— (…) quien más me enseñó (…) fue la manada. Ese gregarismo y esa solidaridad son impresionantes.

—¿Sirve para algo el sufrimiento?

Lo que de verdad enseña es el contacto con los demás.




El título de este artículo, que pueden descargar y leer en su totalidad aquí, reza: "El sabio y el mar", y es inevitable evocar la bella y breve novela de Ernest Hemingway "The Old Man and the Sea" o "El viejo y el mar" con la que ganó el Premio Pulitzer, y recibió el Nobel de Literatura en 1953. Hemingway no esquiva la palabra "viejo", aunque temía la vejez y amaba su potencia física tanto como su juventud. Sin embargo, creó un personaje viejo y sabio por viejo, que si bien flaquea por sus debilidades, enfrenta en su última gran batalla en el mar, símbolo tan majestuoso como imponente y temible de la existencia humana, a un soberbio y enorme pez marlín, al que finalmente arrastra hasta la orilla, vencido ya por los abatares de la prolongada lucha contra los tiburones hambrientos, tan vencido como el mismo viejo, para el asombro de todos los sencillos habitantes de la isla cubana donde se desarrolla la inigualable historia. Una isla de pescadores donde el viejo vivía en absoluta soledad, acompañado tan sólo por recuerdos de un pasado ya ido y por un niño, Manolín, que comparte su pobreza pero "alimenta" y cuida del viejo desde la amorosidad y empatía de su niñez. Es entonces cuando el viejo demuestra que la mayor fortaleza está en el arte de conocerse a uno mismo, de conocer los propios límites de nuestra frágil humanidad, en la paciencia, "un árbol de raíces amargas pero de frutos muy dulces".




"Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo, y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salado, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que sacó tres buenos peces la primera semana.

Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.

El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces.

Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar, y eran alegres e invictos
..."


  Fragmento de "El viejo y el mar" de Ernest Hemingway.



  Todos pasamos nuestros cuarenta días en el desierto Bíblico de tanto en tanto, como el viejo de la obra de Hemingway. Los críticos se han empeñado en debatir si se trata de un cuento o una novela, como si eso importara. Creo que el genial Hemingway nos ha querido legar la lección de que no importa cuán larga sea la extensión de nuestra obra: lo que importa es el habernos confrontado con las grandes erosiones de nuestros propios desiertos vitales, esas que dejan una cicatriz indeleble, que arrugan la piel, pero que en el caso de algunos, los sabios, no acaban con el fulgurante brillo de la mirada que mira al mundo y se mira a uno mismo. Son las erosiones que sufre todo ser que transita la vida en el capa de abajo del mero subsistir, las profundidades del ser, como Punset, un pensador vivo y valioso, como Hemingway, una amante sediento de la vida, la aventura y el idealismo, como Steve Jobs, que se fue hace unos días de esta vida, pero que también nos dejó algunas perlas aparte de las fabulosas creaciones que nos conectan y nos permiten aprender y desde allí arremeter con nuestro destino:


“Tienen que encontrar eso que aman. (…) Recordar que van a morir es la mejor manera que conozco para evitar la trampa de pensar que tienen algo que perder. Ya están desnudos. No hay ninguna razón para no seguir a su corazón.
(…) la Muerte es muy probable que sea la mejor invención de la Vida. Es el agente de cambio de la Vida. Elimina lo viejo para dejar paso a lo nuevo. (…)
Permanezcan hambrientos. Permanezcan descabellados. ”



   La única brújula que nos ha orientado como familia toda este año fue el seguir aprendiendo en el mar de la vida, tomados de la mano entre nosotros y nutriéndonos de los sabios de los libros y los del mundo real, que no abundan, pero que los hay, los hay. A todos ellos, gracias por SER Y ESTAR.





A boca de jarro.

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