miércoles, 24 de abril de 2013

Hoy es día de perfumes, colores y relojes

  
Pierre-Auguste Renoir - Niña con regadera - Google Art Project

 Hoy hace diez años nacía mi segunda y última hija. Era un día gris, con los árboles pesados de hojas doradas y rojizas. Amanecí antes del alba, igual que hoy, pero ella no tenía apuro ni urgencia por asomar, como el sol de otoño que se hizo desear esa mañana. Todo se planificó prolijamente por el obstetra a cargo, a quien había acudido por recomendación. El referente me aseguró que era "un capo", y yo entendí erróneamente que era lo que necesitaba, porque tenía miedo de reincidir en la maternidad. Había tenido complicaciones pre y post parto la primera vez, aunque no las dimensioné como peligros hasta bastante después que pasó la euforia de tener a mi primogénito prendido a mi, mamándome hambreado por su bajo peso debido a la preclampsia que padecí y que me dejó enclenque por un buen tiempo.

   Costó tomar la decisión de traer a esta hija al mundo, una nena de ojos grandes y piel muy blanca, tal como la soñaban su papá dormido y su mamá despierta. A mí me daba temor y su papá sentía que se había quedado sin respaldos materiales para sostener a esa familia que anhelábamos, con todos nuestros ahorros atrapados en el corralito del 2001. Le habíamos visto la cara a la depresión por primera vez y aunque no la parí, ya que nació prolijamente por cesárea por orden del obstetra "capo", para quien yo, con mis treinta y cinco entonces, era una mamá añosa cuyas ñañas se curarían con un parto fríamente calculado y agendado de antemano según su conveniencia. A pesar de la impecable cesárea, pujé bastante antes del día de su llegada al mundo para que viniera. Diría que mi trabajo de parto empezó un año y medio antes de concebirla. Tuve que convencer a este duro e hiperrealista hombre a quien amo de que el sustento más importante para nuestra cría ya estaba en casa, en nosotros, que la deseábamos y la soñábamos.

  Cinco años se lleva con su hermano mayor. Cinco años fue lo que nos tomamos para animarnos. Cuando finalmente lo hicimos, con el corazón más que con la cabeza, estábamos seguros y plenamente concientes de lo que se nos venía. Es que hay que animarse a traer hijos a este mundo. Sobre todo cuando ya se ha traído uno. El segundo hijo no se tiene con la fresca y alegre inconciencia de la primera vez. Se sabe lo que se va a disfrutar tanto como lo que se va a sacrificar, y está el otro hijo de por medio, en quien se piensa porque parece imposible ser capaz de amar a alguien tanto como se lo ama a ese ser. Y sin embargo, brota amor por doquier cuando llega esa carne perfumadita de vida una mañana de abril.

  Mi hija es eso en nuestras vidas: un brote perfumado, amoroso, tierno, sensible, entrañable. Hoy le regalo un perfume como símbolo de su efecto en nuestras vidas. Una gota de esta nena, que está creciendo y dejando de serlo, basta para aromatizar el día. Su fragancia es dulce, querendona, persistente. Y le regalamos un reloj, signo de que el tiempo pasa y de que son los hijos quienes nos obligan a ver lo cambios en ellos y, por ley vital, en nosotros frente pero no enfrentados al espejo.

  Sin embargo, ella se toma sus tiempos, a veces como queriendo detener el irrefrenable avance de las agujas de ese tirano impiadoso. Estira su niñez lo más que puede en estos tiempos en los que a las nenas ya las disfrazan de modelitos de pasarela con una precocidad lastimosa, les hacen spa de princesas con maquilladoras profesionales para festejar sus cumpleaños desde mucho antes de cumplir la década y les sacan las muñecas para reemplazarlas por figuritas y pósters de íconos de moda locales o foráneos, carentes de sustento, proyectando una vida irreal que les puede hacer mucho daño si no se les avisa suavemente que la vida no es un cuento rosa.


  Muchas veces, allá por los comienzos de este espacio, compartí mis preocupaciones y desvelos por esta hija. Se nos pronosticaron problemas de aprendizaje cuando estrenó su escolaridad formal, a los treinta días de haber comenzado su primer grado. Se nos alertó acerca de los supuestos peligros de su resistencia a "crecer". Y como buenos docentes y malos padres, creímos en la palabra de la señorita maestra, que se animó a diagnosticar, a etiquetar a un ser humano como todos, con su maravillosa e imperfecta singularidad en plena metamorfosis, en lugar de confiar en nuestro instinto y en las sonrisas que esta nena dibujaba día a día en los rostros de todos los que la queremos bien, porque todos los niños son "pintadores de sonrisas", cada uno con la paleta de colores que Dios le dio, aún cuando nos pescan sumidos en las lógicas preocupaciones que la vida adulta y ellos mismos nos causan.


  Tuvimos dos largos años en los que velamos sus noches por problemas de sueño causados por la ansiedad que la exigencia de la escuela representaba en su mente infantil. La hicimos ver por tres profesionales de la psicopedagogía infantil y una pediatra y médica unicista, quienes nos tranquilizaron y nos confirmaron lo que ya sabíamos: que esta maestra necesitaba un buen par de gafas de aumento para ver el potencial de su alumna, abrumada con tanto culo en la silla, cuaderno, pluma, tarea y zapatos de cuero pesados que se quitaba en plena clase para el espanto de su señorita maestra, extrañando el patio de juegos de su jardín de infantes, donde jugaba libre, feliz y descalza y al que, desde luego, no la llevaron nunca más, porque ahora era "una nena grande". Se nos tiraron rótulos con los que muchas veces se enferma a una familia entera tanto como se atenta contra la plenitud del mundo de la niñez: que timidez, que falta de autoconfianza, que déficit de atención con hiperactividad (T.D.A.H.), que disgrafía, que dislexia... Ninguno de esos fantasmas se materializó, tal vez gracias a no creerlos reales nosotros, sus padres, que hicimos mil y un conjuros para hacerla sentir cómoda en sus zapatos y le permitimos seguir andando descalza en casa y en la plaza los domingos por tanto tiempo como deseara, aunque hiciera frío allá afuera. 



  Desde entonces, andamos un poco reñidos con la escolaridad que se les plantea a nuestros hijos. No entendemos bien lo que enseñan los maestros, siendo que nosotros somos padres y maestros de otros niños un poco más grandes. Los embullen con conocimientos para los que aún no están listos, porque no se puede apurar a la biología, no hay caso. Pero de eso parecen saber poco. Y porque la lección más importante que debemos enseñar en casa y en el aula es que cada ser vale mucho más que su diagnóstico psicopedagógico, sus habilidades y destrezas, su rendimiento y su asertividad frente al mundo. Cada ser vale por su fragancia esencial, esa que, cuando es de la buena, brota, persiste y perfuma más intensamente con el inexorable avance de las agujas del reloj.


A boca de jarro

jueves, 18 de abril de 2013

En la cara

   

Dicen los que saben acerca de la naturaleza humana, como decía mi abuela materna, y como me enseñó a pensar su única hija, mi mamá, a quienes les estoy profundamente agradecida por haberme legado el sentido común, que todo lo que somos en esencia lo llevamos pintado en la cara desde pequeños. Con los años se aprende a verlo claramente. Se me podrá tildar de prejuiciosa, pero estoy convencida de que, sobre todo después de cierta edad, nuestra cara revela todo lo que somos, para bien y para mal. 



Ayer, observando ciertas caras de adultos que nos representan por televisión, gente que seguramente nunca me cruzaré por la calle, ni en una tienda, ni en un restaurante, ni en un viaje, se me abrieron los ojos a esa sabiduría de la que habla la gente simple, como era mi abuela, como mi mamá. 

Para colmo, al devenir adulto y al vivir inmerso en una sociedad de consumo, se pierde la inocencia y se aprende a mirar más que la cara: se mira la ropa, su brillo, su textura; los zapatos, la fineza de su cuero y de su hechura; se imagina el aura del buen perfume importado. Se detienen los ojos propios en sus gestos, en sus ampulosos teléfonos celulares, en sus exorbitantes joyas, sus retoques estéticos y sus detalles caros. Se ve tanto a través de esos detalles, tanto más que lo dicen sus discursos televisados. Se llega a palparles el bolsillo. Entonces no hace falta que nos informen lo que roban y han robado con total impunidad: lo vemos aún sin jamás haber visto ni poder siquiera imaginar tanto dinero junto como el del que se habla.





Son caras que hablan de vacuidad espiritual, de ambición desmedida, de amor por el poder, el dinero y la ostentación, de egolatría y engreimiento, de lujuria, de falta de escrúpulos y de vergüenza, de ganas de atropellar a todos en nombre de ese poder que pretenden perpetrar para ser cada vez un poco más impunes en sus indecentes miserias. 

Los ojos dicen mucho: hay también ojos transparentes, que dejan al desnudo emociones nobles y genuinas, que llevan gafas simples, para ver más claro, como las que compramos en la óptica de la vuelta de casa. Hay además miradas limpias que se sonríen y que transmiten la paz de las conciencias que los dejan dormir tranquilos. 



En cambio, otras miradas son opacas, como intentando ocultar esos rasgos oscuros que todos tenemos, aunque en ellos se han oscurecido más, dejando al alma desnuda en las sombras en las que habitan, sombras que habitan toda alma humana, aunque afortunadamente en muchos quede velada a pura fuerza de luz. Y no hay gafas oscuras que oculten la oscuridad de sus más íntimos deseos, por más lujosas que sean.




Hoy saldrán muchas caras a la calle de mi ciudad y de mi país. Imagino que la mayoría serán caras anónimas de gente común que aún tiene sueños y no desea que se los roben, gente que trabaja a mano limpia para conseguir lo que tiene y que se entera de que estas otras descaradas gentes andan juntando millones con manos enfundadas en guantes en bolsas que van pasando de mano sucia en mano sucia hasta ponerlo a resguardo en algún puerto que asumen seguro. Dinero espurio que brota con la podredumbre de la alcantarillas cuando llega el temporal, y que, para su mal, no se pueden llevar con ellos cuando les llega la hora final, por más que construyan obscenas bóvedas en vida o despúes de muertos para resguardarlo.

Esta tarde noche saldré sin temor, a cara lavada, con mi familia, la que vive aquí y la que creo con el alma está en otro lugar mejor y vive en mi corazón, a cacerolear en protesta, con esas cacerolas viejas que me legó mi abuela de su humilde y noble cocina, la que alimentó mi dignidad, para que llegue el laterío a las orejas ensordecidas de soberbia de esas otras caras que ayer vimos por televisión en su intento por perpetuar su impunidad. Será un mar de ojos, caras y manos. Asumo que se verán las ganas de luchar en paz por la dignidad en las caras con las que me encuentre entre el ruido y el destello de las cacerolas de la gente de mi pueblo. Porque, como reza el eslogan del gobierno nacional, Argentina es un país "de buena gente", todavía y a pesar de todo. Pues bien: se los haremos saber, una vez más, en la cara.


A boca de jarro

lunes, 8 de abril de 2013

Indeleble

   
 



  Se nos vende cierto maquillaje que promete ser indeleble, a prueba de agua, waterproof. Pues bien, ha quedado claro como el agua que no existe tal cosa. Pueden intentar maquillar la realidad, delinear números de progreso, alargar las pestañas de plazos para culminar obras de saneamiento que no se cumplen o se hacen mal, tirarse tierra india los unos a los otros mientras se dejan maquillar por profesionales para salir en los medios a mentir descaradamente, aunque siempre bien maquillados, bronceados por soles foráneos que disfrutan a costa nuestra, que les damos el voto para que después metan la mano en nuestra lata, para restringir nuestro derecho a  expresarnos, a comprar moneda extranjera que ellos se patinan en lujos que hacen inalcanzables para nosotros, latas ahora más vacías que antes. 

  El torrente de agua que cayó sobre Buenos Aires el martes pasado borró todo el maquillaje, y aún a oscuras por días y noches, vimos con claridad que estamos desnudos frente a las fuerzas de la naturaleza, desprovistos de sistemas modernos que de algún modo le hagan frente al cambio climático, al boom demográfico y de vehículos en las calles, al desprolijo e irresponsable auge de construcción de edificios en la urbe, con una obsoleta red de desagües pluviales y cloacas, todo atado con alambre, derrochando energía que nos falta en obras consumistas y propagandistas, como el Dot y Tecnópolis, mal construidas, que empeoran lo que ya estaba mal hecho de antes, como la colectora de General Paz, insistiendo desde un ecologismo absurdo en no podar los árboles que en su crecimiento brutal se deshojan tapando todo, arrasando con el cablerío e inundándonos con una lluvia de hojarasca imposible de controlar, con basureros y barrenderos que ahora ganan más que los docentes y andan en auto pero se rascan en el feriado largo mientras todo se tapa de hojas y se apila la basura, con un estado y gobernantes que nos dejan huérfanos, desprovistos de asistencia y vigilancia en los momentos más terribles en los que hay que ingeniárselas para salvar del agua lo que se pierde impensadamente.

   Entre tanto, los maquillados se siguen mirando al espejo: la presidenta decreta un fin de semana largo, el más largo en Sudamérica, según ella para fomentar el turismo, aunque habría que honrar la memoria de los muertos y veteranos de Malvinas el 2 de abril de alguna forma más seria que paseando, mientras el diario le canta que hay once millones de pobres: ¿quiénes hacen turismo en esta Argentina? Ella, la primera. En El Calafate. Su vicepresidente, Boudou, en México desde el miércoles de Semana Santa, cuando se paró el país para los ricos, con la excusa de una reunión del G-20. La responsable de la asistencia social del país, Alicia Kirchner, en París, ¿comprando perfume para tapar el hedor? Mariotto, vice de la Provincia, en el sur. 

  Al principio, cuando la emergencia se limitaba a la ciudad, se relamían: que se jodan Macri y los porteños que lo votaron. Pero el agua trepó a los dos metros en La Plata y en diferentes poblados de la provincia al día siguiente no más, en cuestión de horas, tapando todo, haciendo que flotaran muebles y heladeras y que la gente se refugiara en techos que hasta cayeron desplomados o usara puertas como balsas para salvar ya no sus casas sino sus vidas.

  El jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, de minivacaciones otra vez, ya que había aprovechado la entronación papal para hacerse una escapadita a Roma. Esta vez eligió un exclusivo Club Med brasileño para ir a asolearse y descansar. Su vice, de paseo también. El intendente de La Plata, Pablo Bruera, en Río de Janeiro, fingiendo con Tweets y fotos truchas que estaba acá, ayudando a los inundados más castigados por el desastre. Y cuando se lo increpa, se planta y dice que no renuncia ni echa a sus descarados colaboradores. Ya no tienen ni cara para maquillar. No hay maquillaje que oculte la orfandad de esta sociedad que el agua dejó con los pies desnudos, chapoteando en el barro, la mierda de perro, las mojadas hojas secas, las cucarachas y ratas ahogadas, las palomas y cotorras muertas que se convirtieron en plaga en la última década por pura desidia generalizada, y toda la pila de basura que nosotros también, como malos ciudadanos que somos, dejamos tirada en la calle sin aprender al menos a cuidar lo que es nuestro, por nosotros mismos, porque termina obstruyendo los desagües y metiéndose en nuestras casas.

   Hemos pasado unos días de pesadilla. Muchos han perdido la vida: más de cincuenta, según la cifra oficial. Perdimos ante todo el sosiego, la paz. También el agua arrasó con bienes materiales inestimables, tanto en barrios de clase media como de mayor poder adquisitivo: el agua no hizo distinción. Todavía ayer, bajo el sol aunque desolados, había en plena Capital Federal gente en la calle secando colchones, muebles, fotos entrañables, documentación valiosa, ropa, electrodomésticos que esperamos vuelvan a la vida, autos abiertos de par en par, arruinados en sus circuitos eléctricos, apilados en rincones insospechados, herramientas de trabajo perdidas. He visto de todo y no precisamente por televisión. Por televisión vi el espanto de La Plata que es indescriptible. Allí si se perdió a lo grande. 

  Sin maquillaje ni tacos altos salió lo mejor nuestro: la gente que espontáneamente y sin redes de organización en un principio, se arremangó y se movilizó para ayudar con lo que hacía falta antes de que llegaran los maquillados para las cámaras, que se vinieron volando, a repartir agua mineral, leche, alimentos no perecederos, frazadas y pañales. La respuesta anónima y desinteresada de miles de personas que donaron en bolsas lo que tenían en sus viviendas para quien lo necesita fue lo más conmovedor, el único motor que alimenta nuestra esperanza, lo único de todo este caos que debería ser verdaderamente indeleble.

  El amanecer del martes me encontró en pijamas en mi living comedor convertido en una pileta de natación. Se perdieron algunas cosas que se recuperarán a fuerza de trabajo, como siempre. A baldazos limpios sacamos el agua, con la ayuda de mis padres de 76 años. No pasó ni un móvil policial, ni la Guardia Urbana que solventamos con nuestros impuestos, ni Defensa Civil, ni los bomberos a dar una mano o al menos a echar un vistazo mientras podríamos haber sido presa de los delincuentes que se aprovechan de esta vulnerabilidad tan clara, clara como el agua. Los vecinos tenían lo suyo de que ocuparse, sus pérdidas que llorar. Un día entero sin luz sacando agua. Y luego otro día sin luz. Y uno más. Se perdió un freezer lleno de comida: la compra de Pascua, de más de mil pesos, terminó medio cocinada bajo la luz de velas y linternas y medio en la basura. Ahora, a reponer con miles de pesos y a prenderle velas a los Santos, si conseguimos, ya que escasean, para que no se vuelva a cortar la luz.

   Lo único que se puede pedir es que este torrente salvaje de agua que borra el maquillaje que nos venden como indeleble nos haya limpiado los ojos a nosotros, los ciudadanos que no hacemos turismo en los feriados puente, para poder ver con claridad cómo estamos y qué necesitamos de un estado y un gobierno que a todo nivel,  ya que todos los sectores quedaron a cara lavada y luciendo mal, con toda su artificialidad paga a la vista y con los pies embarrados aunque no como los nuestros, demostró ser ineficiente frente a las catástrofes, sin planificación ni logística ante las emergencias que se repiten cada vez de manera más frecuente y alarmante y sin decencia alguna, que es lo peor. Un poder que nos tiene como a hijos huérfanos de mirada, de cuidado, de asistencia real y no proselitista ante desastres naturales que ya se han sucitado y que seguramente se repetirán para nuestro mal. Decretaron duelo nacional por las víctimas y mientras tanto se jugaron partidos del "fútbol para todas y todos" en canchas llenas, donde podría haberse producido un apagón más, con otra masacre como consecuencia, y festivales de rock: ¿quién nos entiende a los argentinos? "The show must go on".... 

  En sus discursos englosados nos hablan de "la década ganada". Sin embargo, se siente, ahora con sol y volviendo a "la normalidad" en la Capital, no así en La Plata, donde los evacuados son muchísimos y las pérdidas inestimables, que hemos retrocedido una década y que llevaría otra, con toda la inversión pública y la firme decisión política que siguen ausentes, poner a esta Buenos Aires en condiciones vivibles para todos sus habitantes. Mientras tanto se nos seguirá diciendo que va a estar bueno Buenos Aires y se seguirá paseando a los turistas en double-deckers reciclados y destechados para que les saquen fotos a nuestras pintorescas miserias.

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