martes, 31 de julio de 2012

Una palabra tuya...


"Hay muchos seres que están aquí para ayudarte a despertar, a saber quién eres, a encontrar tu camino... Pero sólo tú puedes hacerlo por ti, nadie puede vivir tu vida. Nadie más que tú puede."

Ante la pregunta de rigor,"¿Cómo estás?", hay pocas personas que esperan o están preparadas para recibir una respuesta poco convencional pero sincera. Y ante la mención del nombre de cualquier dolencia, la mayoría de la gente hace gala de su más flagrante ignorancia y se pone a especular, haciendo que la persona que está sintiéndose mal se sienta aún peor. Y sin embargo, La Biblia, el libro de autoayuda más leído y más vendido de todos los tiempos, asegura que para sanar sólo hace falta una palabra de aquel que tiene el poder de mostrarte el camino de tu propia sanación. También creo que a menudo apenas una palabra mal dada basta para enfermar.

Cuando todavía ni la medicina se aventura a asegurar cuál es la causa de muchas de las enfermedades que padecemos a pesar de todos los adelantos y el arduo trabajo investigativo que invierte en ello, la gente común y corriente, y mucho peor si se trata de la propia familia de uno, no tiene ningún reparo en tratar el tema como si el estar enfermo se tratara de una cuestión de pura falta de templanza, fortaleza, madurez o voluntad del paciente, que impacienta... 

Ejemplos de comentarios que he recibido que ilustran el punto:

* "Ah, eso debe ser porque te acelerás mucho.... ¿Ya probaste con terapia?" 
* "¿Pero vos te cuidás en las comidas?" 
* "Ojo con los medicamentos que te hacen más mal que bien: no abuses, ¿eh? ¿Por qué mejor en vez de tomar todo eso que te dio el médico no probás con la homeopatía?" 
* "¿Por qué no te vas a ver al Padre Ignacio en Rosario? Mirá que te curás de una, no es joda." 
* "Yo que vos me tomo tres días y me voy al convento de los monjes allá en Azul, en el medio de la nada: eso te depura completamente. Volvés totalmente renovada." 
  

Y una escucha mansamente, porque hay que soportarse mansamente, como dice también La Biblia, y piensa:"¿Por qué no respetarán lo que yo misma estoy haciendo por encontrar mi propia sanación? ¿Quién mejor que yo para aprovechar esta oportunidad de escuchar lo que mi cuerpo y mi alma me dicen y rectificar lo que hay que rectificar de modo que funcione para mí?"

Y al final se llega a la conclusión de que lo que más enferma es cómo se te revuelven las tripas cuando te das cuenta de que ni algunos de tus familiares te conocen en profundidad y aún así se creen con criterio, autoridad y derecho de juzgar tu forma de vivir y hasta tu forma de intentar ponerte bien cuando estás mal supuestamente por cómo vivís. Y ellos, que son tu propia familia, hacen poco por darte una mano en el día a día para que no te sientas tan sobrecargada, si es que es esa realmente la causa de mi mal, que afortunadamente no es nada grave, porque ni siquiera el gastroenterólogo que me practicó el estudio puede asegurar cuál es la causa ni me dio tantos consejos. Al contrario. El tipo, jefe de gastro en una clínica importante, un capo, tranquilo, cálido, muy gaucho, me dispensó su atención y me contuvo: "Ah, pero esto no es nada, señora. No le dé mayor importancia. Trate de evitar comidas pesadas, no ingiera aspirina ni ibuprofeno (cosa que no hago), y modérese con el café, el mate, el té y el alcohol (cosa que siempre hice). Aunque puede tomar, pero sin abusar (me volvió el alma al cuerpo...) Deje de funmar si fuma (lo logré hace tres meses), y vuelva a verme en un mes a ver cómo anda."

Sanarse es en gran medida ser capaz de encontrar el camino de la luz cuando nos cubre la oscuridad que siempre nos toca en algunos tramos del peregrinar por los días de nuestra vida. En buena medida, la luz viene cuando logramos dar ese paso indispensable para crecer que hace que nos transformemos, nos demos la oportunidad de un nuevo comienzo aunque van miles, aceptemos a nuestros seres queridos tal como son y dejemos de esperar que sean las personas que desearíamos o necesitaríamos que sean. Sucede cuando aceptamos nuestra vida tal como es, con todas sus maravillas y complejidades, sin que medie ningún milagro, sin escaparnos de viaje, estando presentes poniéndole el pecho a la coyuntura y procurando la mesura en todos los órdenes.

Igualmente, todos necesitamos contención para lograr todo esto, que es mucho, y que muchos ni siquiera jamás se lo plantean. ¡Qué importante y qué difícil es saber brindar contención y cuántas maneras sutiles hay de hacerlo! A propósito, quiero aprovechar la ocasión para decir dos cosas. La primera es que intentaré no dar más la lata con este tema, aunque fue para mí lo más importante que me sucedió en lo que va del año, por lo mal que me sentí, por el miedo que me dio ver mi salud amenazada y por todo lo que estoy aprendiendo, creciendo y reformulando a partir de ello. Y la segunda, es que ustedes, los que me comentan asiduamente, me han brindado un cálido y amoroso apoyo y una enorme contención que necesitaba para sentirme un poquito mejor día a día. Las palabras bien dadas han hecho mucho para volver a andar el camino de la luz.


A boca de jarro hoy les digo: ¡GRACIAS!

miércoles, 25 de julio de 2012

El ritmo del tiempo



"Los médicos y los psicólogos concuerdan actualmente en que el ritmo constituye un componente esencial del ser humano. El hombre tiene un ritmo de tiempo interior."

                    Anselm Grün, El misterio del tiempo, "Tiempo ritmado", Bonum.

Siempre que estoy convaleciente tengo la necesidad de buscar orientación y apoyo en libros que aparecen en ese preciso momento en el que más los necesito. Creo que la casualidad es causal: es simplemente que se agudiza la sensibilidad, que lo que pasaría inadvertido en momentos de fortaleza y omnipotencia no se escapa en tiempos de mayor fragilidad. Esto me sucede con los libros de Anselm Grün, monje y sacerdote benedictino, doctor en Psicilogía, Teología y Ciencias Empresariales, además de consejero espiritual, conferencista y voraz lector, que me ha llevado a aprender mucho gracias a que alimentado por sus lecturas se ha convertido en un autor prolífico de quien ya he leído una veintena de libros.

El misterio del tiempo se adentra en la vivencia moderna del tiempo comparándola con el mito griego de Cronos, que castró a su padre por envidia de su poder. Así Cronos logró derrocar a su padre y luego, haciendo caso de un oráculo que le vaticinó que sería destronado por uno de sus hijos al igual que él había hecho con su progenitor, Urano, cortándole los genitales, los devoró uno a uno tragándoselos ni bien nacían, de lo cual sólo se salvó Zeus, quien finalmente cumplió la profecía y derrotó a su padre.


Es esta la figura mítica o simbólica que ha moldeado nuestra percepción del tiempo en occidente, y al observarla entendemos por qué sentimos que el tiempo gobierna todo, que es necesario medirlo, frenarlo, acelerarlo, prolongarlo, ahorrarlo, gestionarlo, optimizarlo, a veces hasta matarlo. El tiempo así vivido devora todo lo existente, incluso en el momento preciso de producirlo. Se trata de un tirano que domina nuestras vidas con su paso mensurable, secuencial y cuantitativo, y que termina por engullir nuestros frutos dejándonos llenos de un vacío estéril que sólo genera presión y angustia.

Pero ya los griegos reconocían otra expresión del tiempo al que denominaban Kairós, también "Ocassio" para la cultura latina, el tiempo de las cosas, donde se combinan la potencia y la eficacia con la armonía y la mesura. Es también un dios pero el del momento oportuno y la medida justa. La naturaleza cualitativa de esta forma de experimentar el instante se asocia con un tiempo interno que tiene que ver con el fluir de la existencia pura y no se mide con el reloj, porque no transcurre sino que se plenifica en la vivencia del presente, en el que el pasado y el futuro se funden. Grün aclara que es un tiempo "agradable", "tiene buena calidad: se caracteriza por la gracia, el amor, la sanación, a integridad, la plenitud".  Es una dimensión donde Cronos se detiene y hace que el instante trascienda al margen de lo que marca el tiempo externo, el del reloj. Es, en definitiva, un "tiempo ritmado".

No es difícil entender a Kairós si pensamos en lo que representaba el tiempo para nosotros en la infancia, cuando pasábamos horas jugando sin preocuparnos por qué hacer después o cuándo finalizar. Es esa calidad de temporalidad en la que perdemos la noción de su paso y nos dejamos llevar por el fluir de la actividad que nos absorbe y nos resulta puro disfrute, como cuando hacemos algo que nos resulta placentero. Tal vez sea lo que más se acerque a lo que entendemos por felicidad.

Lo que sí es difícil para la mayoría de los mortales es asociar esta vivencia del tiempo con nuestra rutina, nuestro trabajo, nuestros quehaceres cotidianos. Kairós es lo que más escasea, lo que más añoramos, lo que buscamos en nuestros ratos de ocio y muchas veces somos incapaces de encontrar. Es que, según Grün, hemos perdido el ritmo. Sólo un ritmo que aligere el tiempo que marca el reloj, y nos libere de su tiranía mundana y utilitaria como si nos diera alas para conectarnos con el ritmo interno, el del alma, es el que hace que se evapore el agobio, la tensión y el estrés, el que nos permite experimentar el momento y sentir que formamos parte del inagotable fondo de lo Uno.

Cuando el cuerpo a través de ciertos síntomas nos hace saber que el alma sufre porque no respetamos su ritmo, porque hemos dejado de vivir de acuerdo a su propia cadencia y lo hemos tomado como lo normal, porque ya no nos movemos en función de la unidad cuerpo-alma que somos sino que intentamos estructurar las horas y encorsetarnos en la grilla que con ellas creamos por el hacer permanente que se impone, porque arremetemos contra el reloj sin encontrar sentido profundo al desborde y la agitación que sobrevienen, es precisamente cuando algo sucede que nos fuerza a entrar en la dimensión de Kairós y atisbamos el misterio del tiempo, que no es otra cosa que el misterio del  límite que nos es dado para vivir en este mundo y dejar nuestra huella. Conectar con este misterio es "una invitación a la esencialidad y primitivismo, a la autenticidad de el estar presente".

Veremos si todo lo que ha revelado esta lectura inspiradora y este proceso de sanación que seguirá su ritmo interno, y no el que los profesionales de la salud que me asisten vaticinan o el que yo misma desearía, se puede sostener a partir del lunes, cuando se acaba el tiempo del receso invernal y toda la familia vuelve a enfrascarse en la ineludible dictadura de Cronos, cuyo acatamiento hace que en ocasiones el alma emita un grito de dolor. Pondré todo de mí para que así sea.

Salvador Dalí, "Explosión del reloj"

A boca de jarro

jueves, 19 de julio de 2012

La barbarie en la civilización del ruido

RENE MAGRITTELa Decouverte De Feu, oil on canvas, 1934/5. 

"Barbarie y civilización son dos categorías de origen particular pero cuya aplicación puede ser universal. ... ser civilizado no significa tener estudios superiores, sino que se sabe reconocer la plena humanidad de los otros, aunque sean diferentes. No son bárbaros quienes no tienen buena educación o han leído poco, sino quienes niegan la plena humanidad de los demás."

Tzvetan Todorov, Semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa, "¿Qué divide hoy a los bárbaros de los civilizados?, Clarín, Tribuna, Domingo 15 de julio de 2012, Copyright El País, 2012.


Todorov escribe esto como parte de un brillante artículo a propósito de una declaración del ex ministro del Interior francés, quien sentenció: "Para nosotros no todas las civilizaciones son iguales". A mí me deja pensando en días en los que intento hacer mayor silencio y se escucha más fuerte el ruido circundante. Muchas veces me sucede que al intentar estar en silencio encuentro que ese derecho inalienable de toda persona que se considera civilizada se ve privado sin permiso por el ringtone de un celular próximo, por toparse con un un ser alienado que parece que habla solo o se dirige a mi extrañada persona por las calles aunque en verdad está al habla con otro ser remoto en su dispositivo handsfree, por el ruido de una conversación ajena, por la charla interminable e irrelevante que la persona que se sienta cerca mío en un transporte o lugar público mantiene, sin reparar ni respetar mi silenciosa presencia, por la música que dejan hoy muchos jóvenes y no tan jóvenes emitirse por el altavoz de su dispositivo celular móvil, aún rodeados de una manada humana a la que no le queda otro remedio que oírla y soportar la polución sonora, o bien pasar por un bárbaro al requerir: "Por favor, ¿podría usted abstenerse de involucrarme en su privacidad, quiero decir, que tenga usted a bien mantener esta conversación donde no me vea yo forzada a ser partícipe involuntaria de la misma? ¡O bien váyase usted con su música a otra parte!".

Y agarrate Catalina si te animás a pedir algo así en el medio de un colectivo, un tren, un subte o hasta en un bar o restaurante, en medio de alguna clase, la sala de espera de un consultorio médico o en el mismísimo templo lleno, donde hay gente que a pesar de los ruegos que se le hacen de poner su teléfono en modo silencioso, recibe llamados en plena celebración religiosa y no precisamente de parte de Dios, queridos hermanos. No quisiera imaginar cómo podrían llegar a reaccionar estos bárbaros ante tal civilizado pedido para dejar aún más claro que lo son. Ni tampoco cómo lo harían, en respuesta automática de identificación con los pares, el resto de los bárbaros en la manada. Cualquier ser medianamente civilizado lo pensaría dos veces antes de hacer semejante solicitud, precisamente por temor a la reacción aplastante de la barbarie.

Ahora bien, me pregunto como lo hace Todorov si "¿... es que debemos renunciar a todo juicio de valor sobre un hecho cultural con el pretexto de que no es el nuestro?". La pregunta es obviamente retórica. La barbarie reside en la renuncia a mi derecho de exigir que el otro, diferente, armado hasta los dientes con aparatitos parlantes, sonoros y polifónicos, niegue mi humanidad avasallándola, ignorando mi presencia, invadiendo mi espacio de escucha y mi derecho a ser diferente, ni mejor ni peor, simplemente diferente en el reconocimiento de que la humanidad de los demás me está quitando la propia, en tanto impide mi elección del silencio y mi sentido de preservación de la privacidad, al pretender simplemente no entrar en sus asuntos íntimos, al no tener ganas de escuchar el repertorio musical que es de su agrado, al aspirar a que no se niegue ni se desestime mi humanidad silenciosa.

La opción que queda y que algunos que se consideran civilizados propondrían o de hecho han asumido como patrón de comportamiento social normal es sumarse a la barbarie, taparse los oídos con un par de auriculares y subir el volumen del Mp3, 4 o 5, el iPod o el mismo celular para que el ruido propio tape al ajeno en la enajenación, elevar el volumen del altavoz del celular para que mi música suene más fuerte que la del bárbaro más próximo, mi prójimo, y caer así de lleno en la barbarie de la civilización del ruido.

A boca de jarro

lunes, 16 de julio de 2012

Auscultando mi historia vital



"Cuando estás enfermo llevan un control de tu vida, un historial médico. 
Cuando estás viviendo, deberías tener otro. Un historial vital."

                         El mundo amarillo de Albert Espinosa, "Sexto descubrimiento".

El sábado por la noche, primer sábado del receso invernal, aún sintiéndome mal y con una temperatura de apenas cuatro o cinco grados (lo que al estar algo débil se registraba como mucho frío), decidí salir con mi familia de todos modos. Eran las fiestas patronales de una iglesia del barrio que siempre celebra de manera amena, quiero decir, más allá de la consabida misa. Se trataba de la presentación de un coro que, según el simpático cura párroco, brindaría un repertorio muy variado con una calidad vocal e instrumental excelente. Dudé antes de tomar la decisión de ducharme y vestirme para salir ya de noche en lugar de ponerme el pijama y quedarme en el calor del hogar mirando alguna serie o película. Pero sentí que valía la pena tomar fuerzas e ir junto a mi familia a escuchar música en vivo porque creo fervientemente en que todo aquello que le hace bien al alma ayuda a sanar cualquier dolencia física.

La presentación se llevó a cabo dentro del precioso templo que estaba helado. ¡Cuánta más gente acudiría a la iglesia si tan sólo no fuese tan fría y lúgubre en invierno y tan calurosa y sofocante en verano! ¡Y cuánta más gente llenaría los templos como este, que estaba repleto una noche gélida de sábado, si allí pudiéramos ir a reír, cantar, bailar y pasarla bien y no nada más que a cumplir o a llorar! Tal como el cura había profetizado, el coro nos deleitó y nos hizo entrar en calor con un repertorio delicioso que nos llevó por lo sacro, la lírica, lo popular y un popurrí sinfónico de Queen y Los Beatles que no nos esperábamos y salvó la noche para mis dos hijos. Hubo hasta tangos y tuvimos la oportunidad de silenciar a las privilegiadas voces y convertirnos en protagonistas por un rato, ya que el director le dio la espalda a su propio elenco y digitó nuestra entusiasta interpretación de "El día que me quieras".

De repente, cantando, cosa que adoro hacer, caí en la cuenta de cuánto tiempo hacía que no cantaba. Cuando era más joven y había menos al don pirulero a que jugar, solía cantar muy frecuentemente: tocaba la guitarra para acompañarme, me compré un micrófono que conectaba a mi equipo de audio en el cuarto de estudios donde pasaba mis horas y hacía playback a pesar de los vecinos, cantaba bajo la ducha, que solía ser mucho más que el trámite cotidiano en el que se ha ido convirtiendo con el paso del tiempo, cantaba...

Por un rato se esfumó de mi cabeza mi historia clínica y se abrió ante los ojos de mi mente mi historia vital, y ausculté con total claridad un grave síntoma del mal que me aqueja y cuyo diagnóstico no termina de cerrar: esa "yo" que ahora se siente enferma ya no canta como la "yo" que vibraba de salud solía hacerlo. Y recordé a mi abuela paterna, de quien heredé la veleidad musical, que cantaba mucho, incluso mientras limpiaba la casa y cocinaba, incluso a pesar de que la vida le arrebató a su primogénito y a su esposo tempranamente.

Albert Espinosa, un Sobreviviente de la Enfermedad, ambas con mayúsculas, habita lo que él ha dado en llamar "el mundo amarillo": " una forma de vivir, de ver la vida, de nutrirse de las lecciones que se aprenden de los momentos malos y de los buenos.". Y dice en este capítulo que cito al comienzo:

"Lo bueno de escribir las cosas es que te das cuenta de que esta vida es cíclica: todo vuelve y vuelve. El problema es que nuestra memoria es reducida y muy olvidadiza. Realmente te fascinará ver cómo tus males o tus alegrías vitales se repiten y en tu historial vital encuentras las soluciones a todo."

Nunca tan sentido como en esta epifanía que me embargó el sábado por la noche y que hizo que me entonara, que redescubriera el poder del canto, una fabulosa medicina natural que tenía olvidada.

"Por qué cantamos" de Mario Benedetti y Antonio Favero, Fragmento.

"Cantamos porque llueve sobre el surco
y somos militantes de la Vida
y porque no podemos, ni queremos
dejar que la canción se haga cenizas.
Cantamos porque el grito no es bastante
y no es bastante el llanto, ni la bronca.
Cantamos porque creemos en la gente
y porque venceremos la derrota.
Cantamos porque el Sol nos reconoce
y porque el campo huele a primavera
y porque en este tallo, en aquel fruto
cada pregunta tiene su respuesta..."

A boca de jarro

lunes, 9 de julio de 2012

La perla

"Self-portrait with scarf" Rebecca Harp


"Y, como en todos los cuentos que van de boca en boca y calan en los corazones de las gentes, sólo existen los extremos: lo bueno o lo malo, lo blanco o lo negro, cosas virtuosas y malignas, y no hay posiciones intermedias."
                                                                          La perla, John Steinbeck.

La fragilidad a la que nos enfrenta la sensación de falta de salud, por más nimio y tratable que el problema que tengamos que combatir sea, hace que nos detengamos. Cualquier malestar es un claro pedido que nos hace el cuerpo de la necesidad de parar, de descansar, de focalizar, de indagar, de replegarnos para conectarnos con el mensaje que el cuerpo reclama que escuchemos, ese cuerpo que generalmente cumple con lo que se espera de él y en eso se olvida de que se debe ante todo a sí mismo. Si ese cuerpo que es uno no está bien, difícilmente pueda estar bien para el quehacer cotidiano y para los demás. 

Me practicaron un estudio gástrico invasivo que arrojó un diagnóstico que según los médicos es "nada serio", aunque el impacto del rótulo y lo que conlleva, además de lo que se lucubra, hay que digerirlo para luego juntar fuerzas y encaminar la sanación. Y justo frente al lugar donde tomé un desayuno tardío luego de horas de ayuno contraproducente para mi condición pero necesario para la práctica médica y sumamente purificante para el alma, había una librería magnífica de techos de teja, pisos de madera y ventanales que dejaban pasar la luz tibia del sol de una fría mañana de julio en Buenos Aires. 

Siempre que he tenido que pasar por trances que involucraron mi salud y mi sentido de integridad física y supervivencia encontré un libro oportunamente del cual sostenerme. Y esta vez se me vino la necesidad de entrar en la librería, lugar que adoro, y adquirir una breve novela de John Steinbeck que me quedaba pendiente: La perla.

Probablemente una de los primeros efectos de enterarse que uno padece de alguna enfermedad sea la autoindagación y el preguntarse cuánto he hecho yo para llegar a esto, y si esto cambia mi vida de aquí en más, qué cosas me han quedado por hacer. No sé si es sabio pensar así o ni siquiera si es prudente pensar tanto, pero supongo que pasa. A mí me pasa. Y una de las primeras cosas que se me vinieron a la cabeza como respuesta fue mi inclinación por pensar tanto la vida, por intentar tragar lo que considero voluminosos y copiosos hechos cotidianos que luego resultan indigestos. Se reafirmó la percepción de que no soy de las que asume que puede comerse a la vida. Más bien, temo que la vida termine por devorarme a mí. Y una de mis cuentas pendientes consiste simplemente en leer algunos libros que tengo en una lista que cada año se hace un poco más extensa. Así de simple. Aunque parece que nunca hay tiempo para saldar esa cuenta. Es entonces cuando se filtra la medida del tiempo y se hace tiempo.

La perla es una novela bellísima, llena de simbolismo y narrada con ese despojo, simplicidad y hondura que sienta tan bien en un proceso de curación. La estoy leyendo de a poquito, masticándola lentamente. Tanto que apenas terminé el primero de apenas seis capítulos. Mi vida por estos días, como mis actividades, se mueve en cámara lenta. 

Me quedo con unas líneas que percibo, que a modo de espejo, reflejan lo que estoy sintiendo actualmente. Cuando todo está bien, siento en mi cabeza lo mismo que Kino, el protagonista de La perla:

"En la cabeza de Kino había una melodía clara y suave, y si hubiese podido
hablar de ella, la habría llamado la Canción Familiar.
"

Pero si aparece la amenaza del mal, me inunda y me arrastra esa música tan temida como el escorpión en la novela:
"A su cerebro acudía una nueva canción, la Canción del Mal, la
música del enemigo, una melodía salvaje, secreta, peligrosa, bajo la cual la
Canción Familiar parecía llorar y lamentarse.

El escorpión seguía bajando por la cuerda...”

 La Canción Familiar acompaña aunque también llora y se lamenta ante la irrupción de la Canción del Mal, y se descubre que La Perla es ese tesoro que vivimos buscando aún cuando lo tenemos, y que sólo se aprecia cuando se teme perderlo y se ve claramente que no hay nada que buscar. Este estado de equilibrio que se nos hace tan frágil y vulnerable cuando se esfuma nos conecta con nuestra endeble humanidad, que no es otra cosa que un ensamble de melodías que se me hacen más audibles hoy por hoy.



A boca de jarro

domingo, 1 de julio de 2012

Resistiendo la "cosificación"

"Square Me", Rebecca Harp, 2010.

"La investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté completamente sano."
                                                                      Aldous Huxley

Por estos días no me he estado sintiendo bien: tengo lo que en principio aparenta ser una gastritis que se me está estudiando. Produce acidez, malestar estomacal y esofágico por reflujo, falta de apetito y disminución de peso. En otras épocas de mi vida, hubiese pagado por estar más delgada sin tener que privarme de comer lo que me gusta. Pero sentirse mal no es agradable, sobre todo porque hay que manejar la actitud con la que se enfrenta el sentirse enfermo. Y además porque, a pesar de que sus causas pueden ser varias, muchos asocian lo que me sucede con una de las características de mi personalidad: la ansiedad.

Lo primero que hice después de este último episodio de acidez fue recurrir a un médico clínico. Hacía ya un par de años que no me hacía un control y creí oportuno empezar por allí y ponerme en manos de un profesional que decidiera, si era necesario, derivarme a un especialista. Pero mi decepción fue grande cuando entré al consultorio y recibí una mano blanda y una mirada esquiva en vez de un firme apretón y atención. Lamentablemente, hace años que los médicos se han convertido en empleados administrativos cumpliendo con estrictos horarios y llenando interminables planillas o documentos en la pantallas de sus computadoras para ordenarle al paciente someterse a toda clase de estudios más o menos sofisticados y dar con un diagnóstico. Los ojos del médico aletean por sobre el paciente y sus manos casi ni lo tocan.

El paciente, por su parte, llega a la consulta médica esperando justamente lo que no encuentra: ante todo mirada, contención, un bálsamo empático, una mano en el hombro en forma de apoyo conversado: creo que estos siguen siendo los pilares de toda curación cuando la hay. Siempre que el cuerpo hace ruido, empieza también a hacer interferencia la cabeza, y lo más normal es perder la calma que vivenciamos como salud. Por eso los médicos nos llaman pacientes, aunque no todos tengamos esta virtud para lidiar con la enfermedad. Ahora resulta que ellos también han perdido el don de la paciencia. Será por eso que los divanes de los terapeutas están tan concurridos: necesitamos de alguien que nos dispense su tiempo para ser escuchados y escucharnos así a nosotros mismos.

El clínico no me miró a los ojos en los escasos diez minutos que duró la consulta, no me dejó explayarme más allá de dos oraciones corridas en la descripción de mis síntomas y no me interiorizó acerca del estudio que me harán en unos diez días, la fecha más próxima que encontré disponible, dejándome con un manojo de prescripciones y nervios: "Vuelva cuando tenga todos los resultados". Y mientras tanto, bánquesela, señora mía. Y lidie usted con su cabeza que empieza a dar vueltas. O páguele a un terapeuta. O llénele la paciencia que a usted le falta como paciente y a mí como médico a su familia.

A falta de contención médica, siempre están los familiares y amigos listos para emitir un diagnóstico, encima si entre ellos hay médicos, como es mi caso: "Eso es de los nervios". Hace años que he sido etiquetada como la nerviosa de la familia. Y por lo tanto, todo lo que siento o me sucede se debe a mi actitud tensa frente a los avatares de la vida. En definitiva, la lectura que se hace es que la culpa de mis males es toda mía. Más allá de que algunas enfermedades estén emparentadas con causas psicológicas, ¿se podrá generalizar así sobre los motivos por los que enfermamos? ¿Será acertado o pertinente establecer en todos los casos una relación tan categórica entre las enfermedades que contraemos y los rasgos de nuestra personalidad o las erosiones en nuestra biografía? Por asumir esto como cierto, un día hace años decidí hacer terapia.

Vivo de hecho en una sociedad altamente "terapeutizada", que tiende a ver cualquier rasgo negativo del carácter como expresión posible de enfermedad mental. Se tiende a rotular manifestaciones como la ansiedad como signo de psicopatología, aún cuando la persona tenga justificados motivos ocasionales para sentirse ansiosa. Cuando intenté hacer terapia para enfrentar y vencer mi ansiedad, que no es una constante en mi vida pero que emerge en momentos puntuales, me quedé con un cúmulo de ideas confusas sobre mí misma y con la amarga sensación de estar enferma. Por eso decidí abandonarla, porque creo que todo lo que hace a nuestra personalidad, inclusive lo que consideramos desagradable e indeseable en nosotros, no es necesariamente sinónimo de enfermedad. Decidí no seguir cavando sobre las raíces del árbol de mi historia para desenterrar las causas de lo que me sucede y se exacerba cuando hay motivo de preocupación. Además, existen nombres de trastornos y síndromes que encajan perfectamente con toda la gama de respuestas psicológicas a la realidad con las que reacciona cualquier persona cuerda, sana y normal frente a determinadas situaciones. Inclusive alguien que decide abandonar su terapia se encuadra dentro de lo se denomina como trastorno de incumplimiento del tratamiento prescripto. Un poco como explica Lou Marinoff en Más Platón y menos prozac, con bastante mala vena en contra de los terapeutas:

"La declaración o suposición de que algo existe sin que haya modo de probarlo es lo que los filósofos denominan "cosificación". Los psiquiatras y los psicólogos son expertos en la cosificación de síndromes y trastornos: primero se los inventan y luego buscan síntomas en las personas y sostienen que eso demuestra que la enfermedad existe."

Hasta hoy pienso que no puedo cambiar mi molde, mi biografía, las circunstancias que me toca enfrentar y mucho menos mi carga genética y los rasgos de mi personalidad. Los que me dicen que lo que me pasa es por nerviosa no son precisamente monjes zen. Lo máximo que puedo hacer es observar la forma en la que respondo ante la vida tal como se presenta, intentar entenderme y esforzarme por lograr que mis reacciones ante lo que siento no me desborden, como el ritmo de la vida tal como se impone, las dificultades que genera la situación general en la que me encuentro inmersa y los imponderables de siempre, como este contratiempo en mi salud. Y resistirme a la "cosificación", al menos hasta que se demuestre lo contrario.

Creo que la salud mental y la calidad de vida que tenemos deriva de una mezcla de los acontecimientos que podemos controlar y aquellos que escapan a nuestro control, la reflexión permanente y discernimiento que hacemos sobre ellos y el intento de procesarlos y atravesarlos con la mejor actitud posible desde la aceptación de quienes somos en esencia. 

Por eso, hoy elevo una Oración  por la Serenidad:

Señor, dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar;
Valor para cambiar las cosas que puedo; y sabiduría para conocer la diferencia.


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